Siendo conscientes que el día en que los humanos descubrieran su reino marcaría el fin de su poder sobre ellos, los Dioses decidieron poner un centinela a los pies de la montaña donde moraban.
Su tarea no sería otra que la de no dejar pasar a nadie, por mucho que insistiera o mucho derecho creyera que tuviera. Acabaría con la vida de todo aquel que osara compararse a los propios Dioses.
Lanzaron un reto a sus seguidores: aquellos que cortaran los cráneos de las mayores bestias serían dignos de luchar por el derecho a convertirse en su Guardián, quien obtendría los mayores premios alcanzables: el favor de los Dioses, y la inmortalidad junto a ellos.
Héroes y Semidioses de todas partes del mundo salieron en busca de criaturas de gran tamaño a las que derrotar, para satisfacer a los grandes poderes, y participar en la batalla.
Los dragones morían en sus guaridas a manos de hombres que ni siquiera miraron sus tesoros, las hidras perdieron cada una de sus cabezas sin conocer el motivo, grifos, mantícoras y todo tipo de quimeras cayeron decapitados por doquier.
Los grandes seres mitológicos escaseaban cuando la noticia llegó a oídos de Dunkel, devoto adorador de aquellos Dioses que representaban la Guerra. Apenas quedaban cabezas impresionantes que cortar, pero tuvo claro cuál sería la que entregaría a sus maestros: existía un dragón, Nelphast, mucho mayor que ningún otro, de quien se decía había sido la mascota preferida del mayor de los Dioses de la Guerra. Esta criatura, la más fiera de cuantas moraban la tierra, seguía con vida, pues ningún héroe había osado plantarle cara.
Para Dunkel nunca nada había resultado más importante que el favor de sus Dioses. Se trataba de un guerrero frío y desalmado, incapaz de sentir ningún sentimiento, más allá de su sed de sangre y su fuerza de voluntad implacable.
Así, dispuesto a todo por satisfacer a los Dioses, y dispuesto a todo por ser su elegido, Dunkel partió en busca de este ser, cuya fuerza decían capaz de derribar la más firme de las fortalezas con un solo golpe de su letal cola.
Anduvo durante meses por los desiertos del sur, zona donde se había visto por última vez a Nelphast, buscando su guarida entre las dunas. Su corcel no pudo soportar la temperatura y la sed, y finalmente falleció, pero Dunkel continuó su búsqueda sin dudar un solo instante.
Sólo, sediento y a pie, finalmente encontró los desiertos de ceniza, las ruinas totalmente calcinadas de una ciudad en medio del desierto. Escuchó los susurros de los fantasmas rogándole que marchara por el mismo camino por el que había llegado, pero hizo caso omiso. El temor no tenía cabida en su gélido corazón, siguió adelante.
Antaño la ciudad había sido erigida alrededor de un gran oasis, y comprobó que éste ahora se encontraba seco. No era más que un enorme agujero de tierra agrietada rodeado por las cenizas de la vida que años antes se había desarrollado a su alrededor.
En medio de este orificio, acurrucado rodeado por su cola, se hallaba la colosal criatura. Sus escamas eran tan negras como el azabache, y tal era su tamaño que hasta parecía empequeñecer al Dios que lo había criado. A cada respiración exhalaba las brasas que ardían en sus entrañas.
No tardó en sentirse observado, y giró su morro en dirección a Dunkel. Se incorporó lentamente, desperezándose, hasta abrir sus alas de par en par en un estiramiento que mostraba su titánica envergadura en todo su esplendor. Una montaña habría resultado muchísimo más pequeña.
Dunkel no titubeó. Alzó su hacha y su escudo clamando al cielo, y se abalanzó sobre la criatura corriendo a través de la tierra ajada del cráter.
El dragón recibió al héroe con el más poderoso de sus golpes con la cola. Dunkel desvió el impacto con su escudo, que quedó quebrado en mil pedazos. Levantó su hacha sin perder el equilibrio, y propinó tal tajo que cercenó el rabo de la criatura, que se retorció espasmódicamente en el suelo durante unos segundos.
Ambos combatieron durante largas horas. Dunkel esquivaba y bloqueaba como podía los ataques de la bestia, mientras le lanzaba los suyos. Las duras escamas negras del reptil saltaban con cada hachazo.
La criatura se hallaba gravemente herida por haberse confiado ante la corta estatura de su oponente, y se decidió por emplear la más temible de sus armas: su hálito de fuego. Una tremenda erupción surgió de sus fauces, y Dunkel se vio de repente envuelto en el interior del mismísimo infierno.
Pero, cuando cesó el océano de llamas, Dunkel continuaba en pie, humeante y rodeado de tierra quemada. Su armadura se desprendió de su torso, convertida en cenizas. Miró al monstruo sin alzar su cabeza, orgulloso y sonriente de apenas haber sentido nada bajo el más abrasador de los fuegos. Se lanzó sobre el hocico de la sorprendida bestia, y clavó su hacha en el ojo derecho del ser, que se retorció frenéticamente sin que el héroe soltara el mango.
El hombre finalmente se vio obligado a soltar su arma en el poderoso balanceo de la bestia, y salió volando por los aires. La criatura aprovechó que su agresor estaba indefenso para esperarlo en tierra con las fauces abiertas, y recibió su caída engulléndolo de un solo bocado.
Pero Dunkel continuaba vivo en su interior, y, aunque había perdido hacha y escudo, aún conservaba una espada corta al cinto. Desenvainó estas y se abrió camino entre las tripas de la bestia a base de mandoblazos, hasta que la vida del ser llegó a su fin, hasta que alcanzó la salida, con el último corte, justo en el momento en que su pequeña espada cedía al infernal calor de las entrañas del monstruo, doblándose como goma desecha.
Dunkel respiró aliviado el aire del exterior, caliente y falto de oxígeno, pero mucho más agradable que el asfixiante aroma de las entrañas de la bestia. Apenas tardó unos minutos en recuperarse, tras lo cuál recuperó su hacha. Inició la ardua tarea de decapitar al dragón.
Tres días y tres noches tardó en terminar de serrarla, y, cuando al fin la había separado, su hacha estaba tan mellada que había quedado totalmente inservible.
Arrastró el trofeo durante kilómetros a lo largo del desierto, dejando un enorme surco sobre el cuál algo más tarde pasaría el mayor de los ríos que cruzan el desierto.
Llegado a puerto, la cabeza era tan grande que no pudo cargarla en ninguno de los barcos. Viendo que no había otra salida, Dunkel compró una gran cuerda y cruzó el mar a nado tirando de ella. Los marineros de los botes con los que se cruzaba quedaban anonadados al verlo avanzar, y nuevas leyendas de monstruos marinos rondaron las tabernas en las que pasaron noche.
Dunkel viajó hasta el coliseo donde los Dioses habían organizado el encuentro entre los aspirantes, y fue el último en llegar. Mostró el enorme cráneo del dragón. El Dios de la Guerra entristeció por un momento al ver el destino de su animal predilecto, pero admiró la gran gloria de su servidor Dunkel, e incluso se permitió aplaudir ante su fuerza.
Orgulloso ante el gesto de su Dios, fue inscrito como el último de los participantes. Un centenar de héroes se congregaban en las arenas del coliseo, pero solo uno, aquel que fuera el último en quedar en pie, se alzaría con el premio de los Dioses.
Todos los participantes miraron al pedestal donde se hallaba el Dios del Cielo, maestro del resto de Dioses, y esperaron a que este diera la señal del comienzo de la batalla. Éste ser todopoderoso se levantó y pronunció un discurso que enarboló los corazones de los participantes. Al término de esta proclama, las espadas fueron desenvainadas, y dio comienzo el gran combate.
Una gran cantidad de los luchadores habían quedado impresionados por la gesta de Dunkel, y no tardaron en lanzarse al unísono contra él, aprovechando la superioridad numérica para quitarse de encima al que aparentaba ser el más peligroso de los rivales que allí se daban cita.
Dunkel se hallaba sin armas ni armadura, y esquivó las acometidas de sus adversarios como pudo. Varias estocadas le rondaron cerca, pero sus adversarios eran tan numerosos que incluso se entorpecían entre ellos.
Agarró a uno de ellos y acabó con él usando sus manos desnudas, estrangulando al héroe, para luego despojar el escudo que sostenía para tener algo con lo que defenderse. Bloqueó los ataques de la turba con éste.
Se colocó a la espalda de otro de sus oponentes, y usó su cuerpo como un nuevo escudo. Varias estocadas atravesaron al pobre desdichado, y la caída de su rival le permitió robar su arma, una maza de pinchos.
Una vez armado, Dunkel resultó imparable. Aplastaba a sus enemigos con potentes golpes de la maza, quebrando armaduras y huesos a diestro y siniestro.
Finalmente, solo dos guerreros quedaron en pie, Dunkel y Anigro. Éste último había ganado su derecho a participar portando las cien cabezas de la Madre de las Hidras, la mayor y más feroz de todas las de su especie. Su habilidad con la espada eran tan legendaria, que de él se decía que había cortado todas esas cabezas de un solo tajo.
Ambos contendientes se miraron cara a cara, cada uno sobre una montaña hecha con los cadáveres de los héroes que habían caído contra ellos. Se desafiaron. Los dos confiaban en su superioridad respecto al otro. Se trataba de un enfrentamiento entre el favorito del Dios de la Guerra contra el del Dios del Cielo. Un combate apoteósico estaba a punto de librarse.
Se lanzaron enfrentarse en tal duelo de titanes. Anigro esquivó el primer golpe de Dunkel con gran gracia, y la maza de este aporreó el suelo del estadio, que tembló como el hierro de la puerta de una fortaleza al ser golpeado por un ariete. El ágil lanzó un tajo contra el fuerte, pero Dunkel desvió el golpe con su escudo y levantó su maza del suelo, que había quedado resquebrajado, para que esta acabara incrustada en el torso de su oponente.
Anigro cayó al suelo con varias costillas rotas, tosiendo sangre mientras miraba incrédulo al vencedor. Dunkel se dispuso a terminar con su vida, pero el derrotado suplicó clemencia. Sus palabras no conmovieron el frío corazón del héroe, espetó una carcajada y se burló del caído. Remató la faena de un solo golpe y se alzó indiscutible vencedor del evento.
Rugió desafiante alzando sus armas bajo la mirada de los Dioses, que quedaron convencidos sin ningún tipo de duda que aquel era el hombre digno de la tarea a la que sería sometido.
Pero aún quedaba un trámite para que Dunkel alcanzara su recompensa. Esa triste maza no era un arma apropiada para la misión eterna que aguardaba al héroe. Necesitaría un arma de mayor poder.
Y Dunkel fue enviado en busca de los más valiosos materiales para ser empleados como materia prima de tal artefacto.
Así fue como el primer cometido de Dunkel sería conseguir una gran cantidad de Oricalco, el metal mágico con el que los propios Dioses creaban sus armas y armaduras. Antaño los mortales habían usado este metal en la construcción de una de sus ciudades, cosa que enfureció a los Dioses, que hundieron esta ciudad en las profundidades marinas y prohibieron el uso del metal para los humanos.
Las minas de las que se extraía el codiciado metal habían quedado vacías y sepultadas desde hacía mucho tiempo, de modo que el único lugar donde Dunkel podría hallarlo sería en las propias ruinas de la ciudad sumergida.
Acató la misión asignada por los Dioses sin poner una sola traba, y navegó hacía el Oeste, más allá de los nidos de las sirenas, tal y como sus maestros le ordenaron.
Al pasar junto a los nidos, toda la tripulación que le acompañaba quedó hechizada por el bello canto de estas horrendas criaturas. Dunkel no se conmovió lo más mínimo, su objetivo era cuanto tenía en mente. Quisieron variar el rumbo en dirección a los hogares de los monstruos marinos, pero finalmente los lanzó a todos por la borda, quedando como único tripulante del buque.
Guió el barco hasta su destino, los restos con forma de medialuna de la isla donde tiempos a se había levantado la arrogante Ciudad de Oricalco. Ancló el barco en la costa de esta y echó un vistazo al agujero que había mordido la isla. Introdujo una piedra atada a una cuerda en el mar para comprobar la profundidad de este, y se quedó sin cuerda antes de tocar fondo.
Se quitó la ropa, salvo el taparrabos y una cuerda. Tomó aire y, con la maza en la boca, se lanzó al agua. Buceó y buceó hacía abajo durante lo que parecieron horas, aguantando la respiración. Finalmente, entre la oscuridad de las fosas avísales, divisó los restos de la ciudad hundida.
Aún en su estado parcialmente derruido en el fondo del mar, la ciudad resultaba imponente. Sus muros circulares se elevaban a cientos de metros por encima del suelo, un gigantesco arco era su entrada, y, tras los muros, estatuas de héroes y dioses cubiertas de algas podían encontrarse en las calles que separaban sus edificios, sostenidos con columnas.
Dunkel buceó por las calles mientras los bancos de peces se alejaban a toda velocidad de su presencia, hasta que llegó a un gran edificio circular que marcaba el centro de la ciudad. Un enorme panteón con sus columnas y paredes recubiertas de estrellas de mar y todo tipo de moluscos y bivalvos. La gigantesca puerta del edificio era de metal, pero pese a los años sumergida no tenía ni un ápice de óxido. Sin duda se trataba del Oricalco que había venido buscando.
Golpeó la puerta con su maza hasta desencajarla de sus goznes. Con un sonido metálico que quedó hueco al propagarse bajo al agua, la puerta cayó al suelo lentamente. Ató la cuerda alrededor de la puerta, pero, en cuanto terminó el nudo, miles de manos espectrales surgieron del interior del ahora profanado templo, dispuestas a llevarse el alma de Dunkel al confinamiento eterno en la ciudad sumergida.
Intentó golpear a los fantasmas con su maza, pero nada podía, pues de nada estaban hechos. Se debatió entre ellos girando, sin soltar la cuerda y lanzando golpes inútiles. Los espectros se arremolinaban a su alrededor.
Tanto movimiento hizo girar las aguas con frenesí, hasta formar un verdadero tifón submarino, y fue en este mismo, donde las almas de los sin reposo quedaron atrapadas y dispersas por el ancho mar. Cuando cesó su rotación, viendo que se había librado de sus etéreos agresores, Dunkel inició su ascenso de nuevo hacía la superficie.
Casi murió ahogado por el camino, pero sin soltar la cuerda alcanzó su meta. Tiró de ella hasta extraer la enorme y pesada puerta del mar, y la cargó en el barco. Volvió con los Dioses tan pronto como pudo y se la entregó.
La siguiente tarea le fue encomendada. Ya disponía del metal para crear su espada, pero aún necesitaba un fuego capaz de templarlo. Y solo el aliento de llamas de un gran dragón sería capaz de hacerlo con la bastante fuerza.
Estaba claro que no sería Nelphast quien lo haría, pues ya había perecido a manos del héroe, de modo que se le pidió que capturará a su hermano menor, Talphast, para ser usado como fragua.
Dunkel se encaminó a derrotar a su segundo dragón.
Talphast había hecho su guarida en una mina de oro abandonada. Allí guardaba sus tesoros con recelo, saliendo tan solo de vez en cuando para darse un atracón con el ganado de las granjas de los pueblos cercanos.
Dunkel se internó en la gruta con la maza en la mano derecha y arrastrando unas enormes cadenas con la izquierda. Se movió entre galerías y túneles generando tal ruido que el dragón no tardó en percatarse de su presencia y salir a su encuentro.
Le tendió una emboscada en una de las mayores galerías de piedra picada. Dunkel se encontró cara a cara con el monstruo, que atacó en el acto, lanzándose con la boca abierta sobre el guerrero. Sin soltar sus armas, hizo palanca con los brazos, manteniendo abiertas las fauces del dragón.
La bestia hacía fuerza en un intento de cerrar su mandíbula con el héroe en su interior, pero Dunkel no cedía. El dragón retorció su cuello agitándolo para que las fuerzas del héroe flaquearan, pero ahí seguía, con los brazos abiertos, en el interior de su boca.
Exhaló su llama, y obligó al hombre a retirarse. Tuvo que soltar su maza, que se rompió a pedazos en el mordisco del reptil. Rodó por el suelo y se apagó, mientras el dragón levantó su mortal zarpa para aplastarlo. Dunkel esquivó el ataque por los pelos, y, sin levantarse del suelo, rodeó la zarpa con la cadena.
El dragón intentó retirar la pata, pero el héroe la mantenía trabada tirando de ella, de modo que la bestia atacó con su otra garra. El guerrero evitó el ataque echándose a un lado, y utilizó la cadena para trabar el otro brazo del animal.
La bestia tenía sus cuartos delanteros atrapados, e intentó atacar con la cola, efectuando un barrido. Dunkel saltó para evitar el coletazo, y al caer dejó trabada la extremidad posterior entre las cadenas que sujetaban al monstruo. Corrió por encima de la espalda de Talphast hasta alcanzar su hocico, y lo dejó cerrado y bien cerrado con la cadena.
La bestia se movía de un lado a otro tambaleándose y golpeando las paredes en un vano intento por liberarse, desprendiendo rocas de estas y cubriéndose de polvo. Dunkel tiraba de ella sin soltarla, hasta que finalmente pudo encadenar también sus cuartos traseros. El monstruo estaba finalmente indefenso.
Lo arrastró fuera de la mina hasta llevarlo ante los Dioses, que al fin quedaron satisfechos.
Con el Oricalco y usando el aliento a Talphast como fragua, el Dios Herrero forjó la mejor de sus espadas. Los rayos caían del cielo a cada golpe que propinaba para dar forma al arma.
Todos los Dioses inscribieron sus runas en el filo, dándole el mayor poder que jamás se había dado a ningún objeto. La divina obra de artesanía le fue entregada a Dunkel, junto al Don de la Inmortalidad, la Gracia de los Dioses, y el sagrado de cometido de vigilar por siempre el Reino Celestial de estos.
Así Dunkel se convirtió en El Guardián, el vigía inclemente que jamás dejaba pasar a nadie hacía el hogar de los Dioses.
Fueron muchos los que intentaron alcanzar la cima, y Dunkel los despachó sin ningún tipo de contemplaciones. Algunas veces tan solo eran peregrinos en busca de sabiduría, pero en las ocasiones más comunes se trataba de grandes guerreros en busca de la gloria junto a sus Dioses. Con su gran fortaleza y habilidad, ninguno cruzó la frontera. Todos perecían bajo el filo del Guardián.
Pasaron siglos y siglos, y el paso que guardaba el centinela quedó recubierto con los huesos de millares de viajeros.
La leyenda del Guardián pareció expandirse, pues según fue pasando el tiempo, cada vez llegaban menos valientes que quisieran llegar a la morada de los Dioses.