lunes, 16 de febrero de 2009

Dunkel, primer final

Hasta el aciago día en que Dunkel recibió la vista de un extraño carruaje. Era muy distinto a ninguno que antes hubiera visto. Ningún caballo tiraba de él, y parecía que lo hubieran construido empleando un metal azul oscuro.

- Nadie pasará –dijo Dunkel con su voz grave y firme.

El carro se detuvo, y dos hombres salieron de su interior. Portaban ropajes extraños, de tela del mismo azul oscuro que el coche, coronados con extraños y ridículos sombreros. Uno de ellos habló con una caja que después se guardó en el cinturón.

El Guardián asió su espada dispuesto para la refriego, cuando uno de los hombres le señaló con un pequeño y extraño artefacto metálico.

- Ponga las manos donde pueda verlas. Queda usted detenido por los cargos de posesión de arma blanca y sospechoso de asesinato –dijo el hombre del artefacto mientras miraba los cadáveres a su alrededor.

Dunkel no entendió nada en absoluto de lo que decía aquel hombre. Quedó pasmado intentando descifrar esas palabras cuando se dio cuenta que el otro hombre ya estaba junto a él y había encadenado sus manos con unos pequeños grilletes.

Desposeyeron al Guardián de su espada y le introdujeron en el vehículo con las manos encadenadas a la espalda y agachando su cabeza.

Aún no entendía nada, pero si sabía que había fallado los grandes poderes que lo eligieron en su eterno cometido. Ahora que nadie guardaba el camino hasta ellos, los mortales alcanzarían su Reino y lo destruirían. Por primera vez en su larga vida, Dunkel sollozó, pidiendo disculpas a los grandes Dioses por haber sido indigno de su confianza.

Dunkel

Siendo conscientes que el día en que los humanos descubrieran su reino marcaría el fin de su poder sobre ellos, los Dioses decidieron poner un centinela a los pies de la montaña donde moraban.

Su tarea no sería otra que la de no dejar pasar a nadie, por mucho que insistiera o mucho derecho creyera que tuviera. Acabaría con la vida de todo aquel que osara compararse a los propios Dioses.

Lanzaron un reto a sus seguidores: aquellos que cortaran los cráneos de las mayores bestias serían dignos de luchar por el derecho a convertirse en su Guardián, quien obtendría los mayores premios alcanzables: el favor de los Dioses, y la inmortalidad junto a ellos.

Héroes y Semidioses de todas partes del mundo salieron en busca de criaturas de gran tamaño a las que derrotar, para satisfacer a los grandes poderes, y participar en la batalla.

Los dragones morían en sus guaridas a manos de hombres que ni siquiera miraron sus tesoros, las hidras perdieron cada una de sus cabezas sin conocer el motivo, grifos, mantícoras y todo tipo de quimeras cayeron decapitados por doquier.

Los grandes seres mitológicos escaseaban cuando la noticia llegó a oídos de Dunkel, devoto adorador de aquellos Dioses que representaban la Guerra. Apenas quedaban cabezas impresionantes que cortar, pero tuvo claro cuál sería la que entregaría a sus maestros: existía un dragón, Nelphast, mucho mayor que ningún otro, de quien se decía había sido la mascota preferida del mayor de los Dioses de la Guerra. Esta criatura, la más fiera de cuantas moraban la tierra, seguía con vida, pues ningún héroe había osado plantarle cara.

Para Dunkel nunca nada había resultado más importante que el favor de sus Dioses. Se trataba de un guerrero frío y desalmado, incapaz de sentir ningún sentimiento, más allá de su sed de sangre y su fuerza de voluntad implacable.

Así, dispuesto a todo por satisfacer a los Dioses, y dispuesto a todo por ser su elegido, Dunkel partió en busca de este ser, cuya fuerza decían capaz de derribar la más firme de las fortalezas con un solo golpe de su letal cola.

Anduvo durante meses por los desiertos del sur, zona donde se había visto por última vez a Nelphast, buscando su guarida entre las dunas. Su corcel no pudo soportar la temperatura y la sed, y finalmente falleció, pero Dunkel continuó su búsqueda sin dudar un solo instante.

Sólo, sediento y a pie, finalmente encontró los desiertos de ceniza, las ruinas totalmente calcinadas de una ciudad en medio del desierto. Escuchó los susurros de los fantasmas rogándole que marchara por el mismo camino por el que había llegado, pero hizo caso omiso. El temor no tenía cabida en su gélido corazón, siguió adelante.

Antaño la ciudad había sido erigida alrededor de un gran oasis, y comprobó que éste ahora se encontraba seco. No era más que un enorme agujero de tierra agrietada rodeado por las cenizas de la vida que años antes se había desarrollado a su alrededor.

En medio de este orificio, acurrucado rodeado por su cola, se hallaba la colosal criatura. Sus escamas eran tan negras como el azabache, y tal era su tamaño que hasta parecía empequeñecer al Dios que lo había criado. A cada respiración exhalaba las brasas que ardían en sus entrañas.

No tardó en sentirse observado, y giró su morro en dirección a Dunkel. Se incorporó lentamente, desperezándose, hasta abrir sus alas de par en par en un estiramiento que mostraba su titánica envergadura en todo su esplendor. Una montaña habría resultado muchísimo más pequeña.

Dunkel no titubeó. Alzó su hacha y su escudo clamando al cielo, y se abalanzó sobre la criatura corriendo a través de la tierra ajada del cráter.

El dragón recibió al héroe con el más poderoso de sus golpes con la cola. Dunkel desvió el impacto con su escudo, que quedó quebrado en mil pedazos. Levantó su hacha sin perder el equilibrio, y propinó tal tajo que cercenó el rabo de la criatura, que se retorció espasmódicamente en el suelo durante unos segundos.

Ambos combatieron durante largas horas. Dunkel esquivaba y bloqueaba como podía los ataques de la bestia, mientras le lanzaba los suyos. Las duras escamas negras del reptil saltaban con cada hachazo.

La criatura se hallaba gravemente herida por haberse confiado ante la corta estatura de su oponente, y se decidió por emplear la más temible de sus armas: su hálito de fuego. Una tremenda erupción surgió de sus fauces, y Dunkel se vio de repente envuelto en el interior del mismísimo infierno.

Pero, cuando cesó el océano de llamas, Dunkel continuaba en pie, humeante y rodeado de tierra quemada. Su armadura se desprendió de su torso, convertida en cenizas. Miró al monstruo sin alzar su cabeza, orgulloso y sonriente de apenas haber sentido nada bajo el más abrasador de los fuegos. Se lanzó sobre el hocico de la sorprendida bestia, y clavó su hacha en el ojo derecho del ser, que se retorció frenéticamente sin que el héroe soltara el mango.

El hombre finalmente se vio obligado a soltar su arma en el poderoso balanceo de la bestia, y salió volando por los aires. La criatura aprovechó que su agresor estaba indefenso para esperarlo en tierra con las fauces abiertas, y recibió su caída engulléndolo de un solo bocado.

Pero Dunkel continuaba vivo en su interior, y, aunque había perdido hacha y escudo, aún conservaba una espada corta al cinto. Desenvainó estas y se abrió camino entre las tripas de la bestia a base de mandoblazos, hasta que la vida del ser llegó a su fin, hasta que alcanzó la salida, con el último corte, justo en el momento en que su pequeña espada cedía al infernal calor de las entrañas del monstruo, doblándose como goma desecha.

Dunkel respiró aliviado el aire del exterior, caliente y falto de oxígeno, pero mucho más agradable que el asfixiante aroma de las entrañas de la bestia. Apenas tardó unos minutos en recuperarse, tras lo cuál recuperó su hacha. Inició la ardua tarea de decapitar al dragón.

Tres días y tres noches tardó en terminar de serrarla, y, cuando al fin la había separado, su hacha estaba tan mellada que había quedado totalmente inservible.

Arrastró el trofeo durante kilómetros a lo largo del desierto, dejando un enorme surco sobre el cuál algo más tarde pasaría el mayor de los ríos que cruzan el desierto.

Llegado a puerto, la cabeza era tan grande que no pudo cargarla en ninguno de los barcos. Viendo que no había otra salida, Dunkel compró una gran cuerda y cruzó el mar a nado tirando de ella. Los marineros de los botes con los que se cruzaba quedaban anonadados al verlo avanzar, y nuevas leyendas de monstruos marinos rondaron las tabernas en las que pasaron noche.

Dunkel viajó hasta el coliseo donde los Dioses habían organizado el encuentro entre los aspirantes, y fue el último en llegar. Mostró el enorme cráneo del dragón. El Dios de la Guerra entristeció por un momento al ver el destino de su animal predilecto, pero admiró la gran gloria de su servidor Dunkel, e incluso se permitió aplaudir ante su fuerza.

Orgulloso ante el gesto de su Dios, fue inscrito como el último de los participantes. Un centenar de héroes se congregaban en las arenas del coliseo, pero solo uno, aquel que fuera el último en quedar en pie, se alzaría con el premio de los Dioses.

Todos los participantes miraron al pedestal donde se hallaba el Dios del Cielo, maestro del resto de Dioses, y esperaron a que este diera la señal del comienzo de la batalla. Éste ser todopoderoso se levantó y pronunció un discurso que enarboló los corazones de los participantes. Al término de esta proclama, las espadas fueron desenvainadas, y dio comienzo el gran combate.

Una gran cantidad de los luchadores habían quedado impresionados por la gesta de Dunkel, y no tardaron en lanzarse al unísono contra él, aprovechando la superioridad numérica para quitarse de encima al que aparentaba ser el más peligroso de los rivales que allí se daban cita.

Dunkel se hallaba sin armas ni armadura, y esquivó las acometidas de sus adversarios como pudo. Varias estocadas le rondaron cerca, pero sus adversarios eran tan numerosos que incluso se entorpecían entre ellos.

Agarró a uno de ellos y acabó con él usando sus manos desnudas, estrangulando al héroe, para luego despojar el escudo que sostenía para tener algo con lo que defenderse. Bloqueó los ataques de la turba con éste.

Se colocó a la espalda de otro de sus oponentes, y usó su cuerpo como un nuevo escudo. Varias estocadas atravesaron al pobre desdichado, y la caída de su rival le permitió robar su arma, una maza de pinchos.

Una vez armado, Dunkel resultó imparable. Aplastaba a sus enemigos con potentes golpes de la maza, quebrando armaduras y huesos a diestro y siniestro.

Finalmente, solo dos guerreros quedaron en pie, Dunkel y Anigro. Éste último había ganado su derecho a participar portando las cien cabezas de la Madre de las Hidras, la mayor y más feroz de todas las de su especie. Su habilidad con la espada eran tan legendaria, que de él se decía que había cortado todas esas cabezas de un solo tajo.

Ambos contendientes se miraron cara a cara, cada uno sobre una montaña hecha con los cadáveres de los héroes que habían caído contra ellos. Se desafiaron. Los dos confiaban en su superioridad respecto al otro. Se trataba de un enfrentamiento entre el favorito del Dios de la Guerra contra el del Dios del Cielo. Un combate apoteósico estaba a punto de librarse.

Se lanzaron enfrentarse en tal duelo de titanes. Anigro esquivó el primer golpe de Dunkel con gran gracia, y la maza de este aporreó el suelo del estadio, que tembló como el hierro de la puerta de una fortaleza al ser golpeado por un ariete. El ágil lanzó un tajo contra el fuerte, pero Dunkel desvió el golpe con su escudo y levantó su maza del suelo, que había quedado resquebrajado, para que esta acabara incrustada en el torso de su oponente.

Anigro cayó al suelo con varias costillas rotas, tosiendo sangre mientras miraba incrédulo al vencedor. Dunkel se dispuso a terminar con su vida, pero el derrotado suplicó clemencia. Sus palabras no conmovieron el frío corazón del héroe, espetó una carcajada y se burló del caído. Remató la faena de un solo golpe y se alzó indiscutible vencedor del evento.

Rugió desafiante alzando sus armas bajo la mirada de los Dioses, que quedaron convencidos sin ningún tipo de duda que aquel era el hombre digno de la tarea a la que sería sometido.

Pero aún quedaba un trámite para que Dunkel alcanzara su recompensa. Esa triste maza no era un arma apropiada para la misión eterna que aguardaba al héroe. Necesitaría un arma de mayor poder.

Y Dunkel fue enviado en busca de los más valiosos materiales para ser empleados como materia prima de tal artefacto.

Así fue como el primer cometido de Dunkel sería conseguir una gran cantidad de Oricalco, el metal mágico con el que los propios Dioses creaban sus armas y armaduras. Antaño los mortales habían usado este metal en la construcción de una de sus ciudades, cosa que enfureció a los Dioses, que hundieron esta ciudad en las profundidades marinas y prohibieron el uso del metal para los humanos.

Las minas de las que se extraía el codiciado metal habían quedado vacías y sepultadas desde hacía mucho tiempo, de modo que el único lugar donde Dunkel podría hallarlo sería en las propias ruinas de la ciudad sumergida.

Acató la misión asignada por los Dioses sin poner una sola traba, y navegó hacía el Oeste, más allá de los nidos de las sirenas, tal y como sus maestros le ordenaron.

Al pasar junto a los nidos, toda la tripulación que le acompañaba quedó hechizada por el bello canto de estas horrendas criaturas. Dunkel no se conmovió lo más mínimo, su objetivo era cuanto tenía en mente. Quisieron variar el rumbo en dirección a los hogares de los monstruos marinos, pero finalmente los lanzó a todos por la borda, quedando como único tripulante del buque.

Guió el barco hasta su destino, los restos con forma de medialuna de la isla donde tiempos a se había levantado la arrogante Ciudad de Oricalco. Ancló el barco en la costa de esta y echó un vistazo al agujero que había mordido la isla. Introdujo una piedra atada a una cuerda en el mar para comprobar la profundidad de este, y se quedó sin cuerda antes de tocar fondo.

Se quitó la ropa, salvo el taparrabos y una cuerda. Tomó aire y, con la maza en la boca, se lanzó al agua. Buceó y buceó hacía abajo durante lo que parecieron horas, aguantando la respiración. Finalmente, entre la oscuridad de las fosas avísales, divisó los restos de la ciudad hundida.

Aún en su estado parcialmente derruido en el fondo del mar, la ciudad resultaba imponente. Sus muros circulares se elevaban a cientos de metros por encima del suelo, un gigantesco arco era su entrada, y, tras los muros, estatuas de héroes y dioses cubiertas de algas podían encontrarse en las calles que separaban sus edificios, sostenidos con columnas.

Dunkel buceó por las calles mientras los bancos de peces se alejaban a toda velocidad de su presencia, hasta que llegó a un gran edificio circular que marcaba el centro de la ciudad. Un enorme panteón con sus columnas y paredes recubiertas de estrellas de mar y todo tipo de moluscos y bivalvos. La gigantesca puerta del edificio era de metal, pero pese a los años sumergida no tenía ni un ápice de óxido. Sin duda se trataba del Oricalco que había venido buscando.

Golpeó la puerta con su maza hasta desencajarla de sus goznes. Con un sonido metálico que quedó hueco al propagarse bajo al agua, la puerta cayó al suelo lentamente. Ató la cuerda alrededor de la puerta, pero, en cuanto terminó el nudo, miles de manos espectrales surgieron del interior del ahora profanado templo, dispuestas a llevarse el alma de Dunkel al confinamiento eterno en la ciudad sumergida.

Intentó golpear a los fantasmas con su maza, pero nada podía, pues de nada estaban hechos. Se debatió entre ellos girando, sin soltar la cuerda y lanzando golpes inútiles. Los espectros se arremolinaban a su alrededor.

Tanto movimiento hizo girar las aguas con frenesí, hasta formar un verdadero tifón submarino, y fue en este mismo, donde las almas de los sin reposo quedaron atrapadas y dispersas por el ancho mar. Cuando cesó su rotación, viendo que se había librado de sus etéreos agresores, Dunkel inició su ascenso de nuevo hacía la superficie.

Casi murió ahogado por el camino, pero sin soltar la cuerda alcanzó su meta. Tiró de ella hasta extraer la enorme y pesada puerta del mar, y la cargó en el barco. Volvió con los Dioses tan pronto como pudo y se la entregó.

La siguiente tarea le fue encomendada. Ya disponía del metal para crear su espada, pero aún necesitaba un fuego capaz de templarlo. Y solo el aliento de llamas de un gran dragón sería capaz de hacerlo con la bastante fuerza.

Estaba claro que no sería Nelphast quien lo haría, pues ya había perecido a manos del héroe, de modo que se le pidió que capturará a su hermano menor, Talphast, para ser usado como fragua.

Dunkel se encaminó a derrotar a su segundo dragón.

Talphast había hecho su guarida en una mina de oro abandonada. Allí guardaba sus tesoros con recelo, saliendo tan solo de vez en cuando para darse un atracón con el ganado de las granjas de los pueblos cercanos.

Dunkel se internó en la gruta con la maza en la mano derecha y arrastrando unas enormes cadenas con la izquierda. Se movió entre galerías y túneles generando tal ruido que el dragón no tardó en percatarse de su presencia y salir a su encuentro.

Le tendió una emboscada en una de las mayores galerías de piedra picada. Dunkel se encontró cara a cara con el monstruo, que atacó en el acto, lanzándose con la boca abierta sobre el guerrero. Sin soltar sus armas, hizo palanca con los brazos, manteniendo abiertas las fauces del dragón.

La bestia hacía fuerza en un intento de cerrar su mandíbula con el héroe en su interior, pero Dunkel no cedía. El dragón retorció su cuello agitándolo para que las fuerzas del héroe flaquearan, pero ahí seguía, con los brazos abiertos, en el interior de su boca.

Exhaló su llama, y obligó al hombre a retirarse. Tuvo que soltar su maza, que se rompió a pedazos en el mordisco del reptil. Rodó por el suelo y se apagó, mientras el dragón levantó su mortal zarpa para aplastarlo. Dunkel esquivó el ataque por los pelos, y, sin levantarse del suelo, rodeó la zarpa con la cadena.

El dragón intentó retirar la pata, pero el héroe la mantenía trabada tirando de ella, de modo que la bestia atacó con su otra garra. El guerrero evitó el ataque echándose a un lado, y utilizó la cadena para trabar el otro brazo del animal.

La bestia tenía sus cuartos delanteros atrapados, e intentó atacar con la cola, efectuando un barrido. Dunkel saltó para evitar el coletazo, y al caer dejó trabada la extremidad posterior entre las cadenas que sujetaban al monstruo. Corrió por encima de la espalda de Talphast hasta alcanzar su hocico, y lo dejó cerrado y bien cerrado con la cadena.

La bestia se movía de un lado a otro tambaleándose y golpeando las paredes en un vano intento por liberarse, desprendiendo rocas de estas y cubriéndose de polvo. Dunkel tiraba de ella sin soltarla, hasta que finalmente pudo encadenar también sus cuartos traseros. El monstruo estaba finalmente indefenso.

Lo arrastró fuera de la mina hasta llevarlo ante los Dioses, que al fin quedaron satisfechos.

Con el Oricalco y usando el aliento a Talphast como fragua, el Dios Herrero forjó la mejor de sus espadas. Los rayos caían del cielo a cada golpe que propinaba para dar forma al arma.

Todos los Dioses inscribieron sus runas en el filo, dándole el mayor poder que jamás se había dado a ningún objeto. La divina obra de artesanía le fue entregada a Dunkel, junto al Don de la Inmortalidad, la Gracia de los Dioses, y el sagrado de cometido de vigilar por siempre el Reino Celestial de estos.

Así Dunkel se convirtió en El Guardián, el vigía inclemente que jamás dejaba pasar a nadie hacía el hogar de los Dioses.

Fueron muchos los que intentaron alcanzar la cima, y Dunkel los despachó sin ningún tipo de contemplaciones. Algunas veces tan solo eran peregrinos en busca de sabiduría, pero en las ocasiones más comunes se trataba de grandes guerreros en busca de la gloria junto a sus Dioses. Con su gran fortaleza y habilidad, ninguno cruzó la frontera. Todos perecían bajo el filo del Guardián.

Pasaron siglos y siglos, y el paso que guardaba el centinela quedó recubierto con los huesos de millares de viajeros.

La leyenda del Guardián pareció expandirse, pues según fue pasando el tiempo, cada vez llegaban menos valientes que quisieran llegar a la morada de los Dioses.

sábado, 7 de febrero de 2009

El resurgir de las Ratas, segunda parte.

Las calles de Cloacapolis constituían un auténtico laberinto enmarañado de túneles, era fácil perderse por tantos caminos, pero para el cerebro privilegiado de la Gran Rata Blanca no representaba ningún esfuerzo guiarse a través de ellas hasta su madriguera, donde se encontraba instalado el propio centro de mando de la operación “Recuperar la superficie”.

Avanzaba entre sumideros y conductos mientras se enorgullecía de sus cualidades como líder. Lo supo desde que nació: su gran tamaño para una rata blanca y pelaje totalmente albino eran un claro signo que demostraba que había sido elegido por el Dios del Queso sobre el Cielo para guiar a su pueblo a recuperar su prosperidad.

Este Dios ratonil aparecía cada noche sobre el cielo, un enorme, brillante y a veces redondo y otras mordido queso de bola que no deseaba otra cosa que volver a ver a su pueblo más amado sobre la faz de la Tierra.

La devoción que sentía su pueblo hacía él también lo demostraba: era su responsabilidad guiarlos a la superficie de nuevo.

Y por otro lado, hasta los estúpidos humanos mostraban su odio a las palomas y amor a las ratas. Con sus excrementos, las palomas estaban destruyendo aquellas construcciones y efigies que los humanos erigían en honor a los mayores servidores de la causa roedora.

Los humanos, como criaturas de poco intelecto y gran dependencia que eran, necesitaban de alguien a quien servir. Primero sirvieron a las ratas, alimentándolas y creando hogares para ellas. Hasta que sus amos cambiaron, entonces alimentaron a las pérfidas palomas, pero se notaba la desgana en ellos: continuaban enviando alimentos a los roedores desde la superficie hasta Cloacapolis a escondidas de las aves.

Él estaba destinado a cambiar eso. El mundo entero caería de nuevo bajo las patas de los roedores.

Así, entre estos pensamientos, llegó al centro de mando.

viernes, 6 de febrero de 2009

Recuerdo confuso, segunda entrega


Daniel se encontraba en el almacén, empaquetando cajas de panes para gasolineras y centros comerciales como de costumbre. Su trabajo era mecánico y repetitivo, amenizado tan solo por las conversaciones de su amigo y compañero de trabajo.

Pero hoy se encontraba solo. Se imaginó que algún imprevisto habría retrasado a su amigo. Pasó una hora, luego dos más y su compañero seguía sin aparecer, de modo que empezó a preocuparse por lo que pudiera haberle ocurrido. Se dirigió al encargado de almacén para preguntarle.

Cara a cara con Pedro, su directo superior, empezó a preguntarle, pero se dio cuenta de una cosa: no recordaba el nombre de su compañero. ¿Como era posible que lo hubiera olvidado? No es que a Daniel se le diera muy bien recordar nombres, pero se trataba de alguien a quien veía cada día y con quien pasaba la mayor parte de su tiempo...

Intentó explicarse ante Pedro, pero este quedó perplejo.

- Hace tres años que no tenemos a nadie más compartiendo tu puesto, Dani. Tu eres el único empaquetador que tenemos en el almacén refrigerado -concluyó Pedro.

Daniel quedó aún más perplejo, mirando al encargado mientras pensaba que se trataba de alguna broma extraña. El encargado le miró con cara de preocupación, y Daniel empezó a dudar sobre si realmente existía tal compañero. Su interior se debatía, por que, aunque una parte de él estaba totalmente convencida de que no se trataba de una invención suya si no de unos recuerdos reales, Pedro le había negado este recuerdo con total sinceridad, cuando sabía perfectamente que era una persona a la que nunca se le dio nada bien mentir. Le ponía muy nervioso hacerlo, y el sudor y las miradas al suelo le delataban, pero no mostraba ninguna de estas reacciones.

Dani volvió a su puesto de trabajo cabizbajo y dubitativo. Continuó su jornada hasta la hora del almuerzo.

Llegada esta hora, tomó su bocadillo y salió de la empresa a echarse un cigarro rápido antes de dirigirse a la cafetería a almorzar. Al darle el aire creyó pensar con mayor lucidez, y estuvo seguro de recordar a su compañero, aunque seguía sin dar con su nombre.

Dio una última calada y lanzó el cigarro, para meterse en la cafetería. Sacó un café de la máquina, aún más malo que el que él mismo se hacía en casa, y se sentó con unos compañeros a tomar el bocadillo. Al verter el único sobre de azúcar en el café se quedó extrañado, normalmente no tenía un sobre, si no dos ¿Que había pasado con el otro?

Los compañeros hablaban de la última jornada de fútbol, pero Dani les interrumpió preguntándoles por su supuesto compañero. Le miraron con la misma cara de perplejidad con la que antes le había mirado Pedro. Bebió unos sorbos del café, pero su sabor era más amargo del que estaba acostumbrado, y terminó tirándolo a medias a la papelera.

Entonces entró una chica y uno de sus compañeros la saludó con el nombre de Irene. "Irene." La miró, la conocía, pero no la recordaba bien. Sobretodo, no recordaba que trabajase en el mismo lugar que él. No, la situaba en otro lugar, en otra parte, pero no estaba seguro de dónde.

Transcurrió su media hora de descanso mientras seguía pensando la razón porque que la chica le sonaba. Volvió de nuevo a su puesto acompañado por los otros dos trabajadores, preguntándoles por el camino sobre el tiempo que llevaba Irene en la empresa. Su respuesta fue que la chica había entrado aproximadamente al mismo tiempo que él, haría unos cuatro años.

Dani comenzaba a dudar seriamente sobre su cabeza. Quizás algo en el café de la mañana le hubiera sentado mal y le había dejado descentrado, empezó a pensar.

Continuó trabajando hasta la hora de marchar. Pasó el resto del día viendo la televisión procurando no pensar. "Quizás mañana me encuentre mejor, después de descansar." se dijo a si mismo mientras se metía en la cama.

El resurgir de las Ratas, primera parte.


Millones de patitas se movían al mismo tiempo en las profundidades de las alcantarillas, todas dirigiéndose al mismo lugar, una gran bóveda de esta oscuro subterráneo.

Todas esas ratas se reunieron en este lugar, todas mirando hacía arriba, a una de las balconeras, donde una enorme rata albina de ojos teñidos de sangre les miraba asomada tras el envase agujereado de un yogurt. Un hilo surgía de este envase, y se ramificaba hasta muchos otros iguales repartidos por el suelo y colgados del techo de la sala. La Gran Rata Blanca introdujo su hocico en el interior del plástico de yogurt y empezó a hablar en el idioma de las ratas, el dialecto más hablado del idioma roedor. Su voz resonó por toda la sala gracias al artefacto acústico que habían ensamblado las alimañas.

- ¡Ciudadanos de Cloacapolis! Doscientos años han pasado ya desde que nuestro mayor enemigo, el pueblo de las palomas, nos expulsó de nuestra querida superficie y tomaron posesión de nuestros esclavos humanos. Ocultos entre estos túneles, hemos malvivido durante todo este tiempo gracias a los alimentos que nos han ido enviando a escondidas por sus desagües aquellos humanos que aún permanecían fieles a nosotros. Recordando aquellos tiempos de gloria en que podíamos pasear bajo el cielo, disfrutando de los alimentos y construcciones que nos proporcionaban nuestros esclavos. Doscientos años soñando con el día de nuestro retorno a nuestro verdadero Reino, ¡Aquel que nos pertenece por ley! ¡Camaradas! ¡Ese día ha llegado! ¡Es el momento del resurgir de la era ratuna!

La multitud peluda murmuraba entre si, no creían lo que oían, ¡Las palomas dominaban el cielo! Los roedores, animales terrestres, no podían competir contra eso. Les atacaban desde las alturas, desde las cuáles podían lanzar ataques relámpago sobre los mamíferos sin que estos las pudieran alcanzar. Ni siquiera en otro tiempo, cuando las ratas tenían la superioridad numérica, habían podido hacerles frente. La Gran Rata Blanca tomó de nuevo la palabra y los ciudadanos de Cloacapolis volvieron a levantar sus miradas hacía esta.

- ¡Camaradas! ¡Llamo a la calma, camaradas! Escuchadme con atención, pues no será un ataque desesperado lo que vamos a llevar a cabo. Se trata de una ofensiva a gran escala, planificada con sumo detalle desde hace más de cien generaciones por mi familia, las Grandes Ratas Blancas.
El público ciertamente pareció calmarse al oír esas palabras. Los esclavos humanos que permanecían fieles a la causa roedora habían trabajado mucho en sus laboratorios para crear la inteligentisima raza de las Ratas Blancas, a sabiendas de que era la única clave para recuperar a sus viejos amos ratunos. Esta estirpe fue puesta en libertad junto a sus camaradas de Cloacapolis, y, desde ese mismo instante, comenzó a tramar el modo de recuperar la superficie. Se hizo silencio y todos los reunidos prestaron atención.

- ¡Gracias! Como decía, se trata de una ofensiva planificada al detalle desde hace generaciones. Hace años pusimos en marcha un programa de guerra bacteriológica, y nuestros exploradores confirman que ha dado sus frutos, ¡Actualmente son un pueblo enfermo! Y no solo eso, ¡Muchas de ellas hasta han perdido su capacidad para alzar el vuelo!

Una brizna de esperanza se iluminó en los ojos del pueblo de Cloacapolis, existía una oportunidad.
- ¡Y además! ¡Ya no somos el pueblo salvaje de antaño! Gracias al cerebro de la familia de Ratas Blancas, ahora disponemos de un gran arsenal bélico, si, nos hemos tenido que rebajar a estudiar los conocimientos de ingeniería de los, mentalmente inferiores, esclavos humanos; pero, gracias a esto, hemos desarrollado un armamento temible. Si algo hemos aprendido de los humanos y sus tremendamente autodestructivas guerras llevadas a cabo para servirnos y divertirnos, es la capacidad de matar al enemigo mediante el uso de la ciencia.

Esta vez fue el ardor guerrero el que se iluminó en los ojos de las ratas. Empezaban a creer realmente en sus posibilidades de victoria.

- Tal vez ahora sean más numerosas, de mayor tamaño y muchas conserven su capacidad de vuelo, ¡Pero son un pueblo enfermo y bárbaro! ¡La ciencia esta de nuestra parte! ¡El resurgir de la era de las Ratas esta al alcance de nuestras patas! ¡Nuestro momento ha llegado! ¡Las que antaño fueron nuestras calles volverán a serlo, recubiertas de sangre y plumas esta vez!

Y la multitud estalló en jubilo. Vitorearon a la Gran Rata Blanca y se prepararon para la guerra. Su poderoso y orgulloso pueblo recuperaría su prosperidad. Satisfecha, la Gran Rata Blanca se internó en los túneles de vuelta a su madriguera, a ultimar los detalles estratégicos del ataque junto al resto de Ratas Blancas.

martes, 3 de febrero de 2009

Las aventuras del Capitán Galván, segunda entrega

Más de una hora llevaba metido en el barril cuando los piratas vinieron en mi busca. Se trataba de un tonel bastante grande y tenía un poco de movilidad, pero aún así tenía que permanecer acuclillado en su interior. Oía las voces de dos hombres mientras notaba el bamboleo de mi escondite sobre sus hombros. Una era profunda, lenta y sonaba infantil, mientras la otra era nasal y pronunciaba las eses como si vinieran acompañadas de haches. Hablaban sobre la afición del Capitán al ron, y tenían la esperanza de que al menos les dejara probar un trago del barril que estaban transportando.
Menuda sorpresa les esperaba...

Se escucharon gritos de orden, la voz concordaba con la del hombre de barriga extraña, y al parecer mis portadores se dirigieron a él preguntale donde podían guardar el barril. Le llamaron Contramaestre Vargas, y respondió indicándoles que debían llevarme al camarote del Capitán.

Continuaron andando, esta vez supongo que dentro del barco, pues ya no podía escuchar las ordenes del Contramaestre. Tocaron con fuerza tres veces madera, lo que supongo que debía tratarse de una puerta, y la voz del anciano respondió que pasaran. Escuche un rechinar de visagras, lo que confirmaba mis sospechas. Noté un cambio en la gravedad y el tonel se paró, ya había llegado a mi destino y me habían soltado, peor aún tendría que esperar un poco más en mi escondite, no fuera que me descubrieran estando aún en el puerto.

No pasó mucho tiempo hasta que empecé a notar el bamboleo marino, estábamos en movimiento, habíamos zarpado.

El viejo contaba dinero: peniques, maravedies y doblones. De vez en cuando le oía renegar. Maldecía la burocracia y reflexionaba sobre la poca utilidad de esta. ¿Burocracia? ¿Que le importa la burocracia a un pirata? Quedé muy extrañado.

- ¡Menudo tedio tanto rellenar papeles! -dijo- ¡Me serviré un trago de ron para amenizar las cuentas!

"¡Maldición! ¿Ahora que hago?" Me dije a mi mismo encerrado en mi cárcel de roble. No tuve mucho tiempo a pensar la respuesta, pues ya asomaba perforando entre la madera la punta de un taladro. Me mantuve en silencio asustado apartándome como podía de la punta de metal de la herramienta. Debo de ser muy afortunado, por que justo en ese momento tocaron a la puerta del camarote.

- En este momento estoy ocupado con las cuentas, ¡Dejad tránquilo a vuestro Capitán! -la herramienta se apartó del orificio y escuché los pasos ágiles del Capitán alejándose, muy ágiles para provenir de un anciano por cojera, ciertamente.

El taladro había dejado un agujero a media altura, y, contorsionando mis piernas y mi abdomen, logró asomar un ojo para ver a través de él.

Lo que vi a continuación fue una imagen aterradora, que aún hoy me persigue en las peores de mis pesadillas.

Ese viejo loco andaba vestido con tan solo unas enaguas de señora y su sombrero. Estaba ante la puerta y se giró hacía un espejo de pie. Se miró, se dio la espalda e hizo un gesto como si alguien le estuviera abrazando mientras imitaba el ruido de besos con sus labios. Jamás comprenderé tal perversión.

Hice un gesto de asco en el interior del tonel. Había visto algo que jamás hubiera deseado ver, pero al menos el viejo parecía haber olvidado su sed. Pasó un buen rato más contando dinero. Esperaría a que se durmiera o marchara del camarote para salir y buscar otro escondite más seguro, cómodo y menos aterrador.

Al rato dejó de contar, y no pasó mucho hasta que abrió la puerta. Me asomé por el orificio y vi que efectivamente abandonaba la habitación. Era el momento de escapar. Dejé pasar un minuto y me dispuse a salir de mi prisión. Apreté hacía arriba con los brazos y...

...Y nada ocurrió... En algún momento debieron poner el seguro por fuera al barril sin que me diera cuenta. Estaba atrapado en mi escondite.

Resignado a permanecer un rato más en cautiverio, decidí esperar a que volviera el Capitán. Le gritaría auxilio desde dentro, que remedio.

Un poco después entró alguien, pero al asomarme por el agujero descubrí que no se trataba del anciano. Era un hombre extremadamente delgado, pálido, de rasgos muy rectos, con nariz ganchuda. Tenía entradas hasta dejar casi toda su cabeza al descubierto, aunque peinaba su pelo largo hacía un lado en un vano intento por disimularlo. En su gran frente se hallaba una gran cicatriz con forma de X.

Vestía como un pirata, y en su rostro aparecía una sonrisa muy maliciosa. Le habría pedido ayuda, pero lo cierto es que su aspecto daba bastante miedo.

Se introdujo sigilosamente en la habitación, cerrando la puerta tras de si con cautela. Miró a todas partes, y abrió uno de los cajones del armario.

- Aaaah... -dijo en voz baja, para si mismo- viejo chalado... ¡Aquí es donde guardas tu más preciado tesoro!

¡Cuál no fue mi sorpresa al ver que lo que extraía del cajón no era otra cosa que las enaguas que hace un rato había visto portar al Capitán! Hundió su cara en la tela y aspiró con fuerza.

- ¡Mmmmmmh! Aún conserva el olor de la dama que los llevó. ¡Menuda delicia!

La mueca de asco volvió a aparecer en mi rostro. "¿Pero en que clase de barco de lunáticos me había metido?" Pensé, aún sin ser consciente de hasta que punto acertaba.

Giró su rostro, esta vez hacia mi.

- ¡Y su reserva personal de ron! ¡Vamos a probarla!

lunes, 2 de febrero de 2009

El sueño de los hechiceros, conclusión

En cuanto el rumor de la existencia de la posada se difundió a los cuatro vientos por todas las realidades cientos de huespedes aparecían cada día para descansar unas noches en tan lujoso lugar. Casi cada semana, los hechiceros tenían que conjurar las ramas de los pobres abedules para que sus hojas volvieran a crecer. Toda clase de seres disfrutaron de su estancia allí, desde el más común y mundano mortal hasta el más complejo y extraño de los seres que puedan poblar otras galáxias. La danza no cesaba su sonido en el salón de baile, las tazas no paraban de flotar por encima de la cafetería, los libros agitaban sus páginas como alas desde las estanterias hasta las mesas en la biblioteca y una melodía diferente sonaba en el piano de cada habitación.

Primero fueron años, más tarde siglos, y hasta milenios. Los hechiceros regentaron esa posada durante lo que hasta a los dioses inmortales les parecía una eternidad. Daban largos paseos por las playas de la isla y flotando sobre el mar, charlaban de diversos temas con los invitados durante largas horas, ofrecían variopintos y complejos espectaculos de magia en estado puro en el salón de actos, miraban las estrellas durante toda la noche desde su terraza en lo alto del edificio, y, a veces, incluso pasaban días encerrados en sus aposentos en la última planta.

De manera inevitable, fueron recibiendo visitas de la muerte, que venía a segar sus ya muy longevas vidas. Este funesto invitado disfrutaba mucho de sus estancias en la posada. Como siempre, jugaba una partida de ajedrez con los hechiceros para determinar si debía reclamar sus almas, pero estos siempre ganaban la partida, quizás amañada por su adversario para poder seguir disfrutando unas eras más de los lujos que allí encontraba.

Pero, a pesar de todo, nada es eterno, y no pudieron burlar a la muerte por todos los tiempos. Un día perdieron su partida, y se los llevó, como se nos lleva absolutamente a todos.

La posada quedó cerrada sin la magia de sus propietarios, pero sus espiritus permanecieron anclados en su interior, abrazados en la total oscuridad, susurrandose los recuerdos de dos vidas largas compartidas. El edificio ya no rebosaba vida y habían pérdido los fantásticos poderes que poseían, pero aún tenían lo más importante: se tenían el uno al otro.

Poco a poco el tiempo hizo mella sobre la antaño gloriosa posada, que quedó en ruinas. Sus dos mil plantas hechas con piedra fueron transformandose una por una en arena, que caía al mar. Cuando solo quedó el sótano la isla ya se había transformado en un enorme continente que cubría al menos una cuarta parte del planeta.

La vida surgió en esta tierra y se expandió por todo el continente. Los movimientos sísmicos hicieron que este continente se dividiera, pero no afectaron al ótano, donde las almas de los hechiceros continuaron abrazadas.

La civilización prosperó aún dividida en multiples tierras, y los espiritus de los hechiceros pudieron ver como crecía a través de los arcanos artefactos guardados en su sótano. Observaban a los habitantes de estas ciudades y sus mil historias diferentes.

Y, me aventuraría a decir que, ese mundo que aparece en el sueño de los hechiceros no es otro que este mismo mundo, pero que sus almas ya no reposan abrazadas bajo tierra, si no que finalmente vuelven a estar entre nosotros, juntos, encarnados en dos personas de las que habitan nuestro planeta.